El mal símil de la apuesta
Elegir representantes en unas elecciones no se parece, ni por asomo, a apostar en una carrera de caballos.
Apostar por el caballo que ganará significa intentar prever el futuro con la mayor precisión posible. Votar a políticos consiste en que todos alteramos ese futuro (en la medida minúscula de nuestra capacidad individual, sí; pero lo hacemos).
En una carrera de caballos, los datos previos, las estadísticas, las proyecciones, la información privilegiada y los modelos matemáticos son la clave. En unas elecciones, y desde el punto de vista de un votante, las encuestas y las proyecciones deberían ser irrelevantes (si vas a modular tu voto en función de las encuestas y las horquillas de resultados previstos, estás pervirtiendo el sentido de la votación: no se trata de vaticinar, se trata de elegir).
En una carrera de caballos, gana el que consigue prever el futuro con más precisión (y se arriesga más apostando por esa previsión). En unas elecciones generales, ningún elector gana. Ni pierde. Intentar adivinar qué candidato tendrá más votos es un ejercicio vacío de contenido o de utilidad. Y ningún elector arriesga más ni menos que los demás (abstraigámonos del sistema electoral imperfecto que tenemos, y asumamos «una persona, un voto»).
Así que desterremos ese símil de una vez.
«Mi voto se pierde si se lo doy a una formación que sé que no va a tener representación»
Respuesta corta: exactamente igual que «se pierde» (o no) cuando se lo das a una formación que sabes que sí va a tener representación.
La respuesta larga derriba ese mito con más contundencia todavía, pero necesita de las matemáticas (no se asusten): el efecto de sumar un voto (o quitárselo) a un partido minúsculo es, proporcionalmente, mucho mayor que cuando se vota a uno de los partidos hegemónicos. El apoyo que prestamos o retiramos es mucho más efectivo cuanto menor es el partido al que afecta. Si el partido Z va a sacar tres mil votos, la suma de tu voto representa una contribución del ~0'033%. En cambio, el partido B, que se está batiendo por el primer, o segundo, o tercer puesto, y que está previsto reciba unos siete millones de votos, tiene mucho menos que ganar con un solo voto (el tuyo): tu contribución representa un empuje de solamente el ~0.000014%.
Cuando decimos «el partido Z va a seguir sacando cero escaños, les vote yo o no», nos olvidamos de que lo siguiente es aún más cierto «el partido A, que va encaminado a sacar 116 escaños, no va a sacar uno más, ni uno menos, porque yo les vote o no».
Tu voto a un partido minoritario «cae» en ese tramo que va de cero escaños a un escaño: una ayuda «desperdiciada» (según algunos) porque no consigue empujar al partido a un resultado cualitativamente diferente. Pues bien, tu voto a un partido grande cae en otro tramo que es exactamente igual de improductivo: el que va de x escaños a x+1 escaños.
La profecía autocumplida
Cuando retiramos el voto a partidos simplemente porque no van a formar parte de la coalición que gobierne, o que condicione el gobierno, aunque esos partidos nos gusten más que otros, estamos alimentando el ciclo de su desaparición. Dejamos de votarles porque creemos que otros muchos van a dejar de votarles también (nos lo dicen las encuestas). Si ese mismo partido tuviese una buena proyección, nos bastaría con la (muy débil) premisa de que fuese menos malo que el que está previsto que gane para que le votásemos sin complejos; ya sería un «voto útil».
Imaginemos por un momento que todos los medios privados (todos los que no estén obligados por ley a ser transparentes y veraces en sus informaciones) se conchabasen en una broma muy elaborada: durante los meses y semanas previos a las elecciones, van a engañarnos, invirtiendo los porcentajes de votos estimados. Es decir, según todas sus encuestas, los dos partidos mayoritarios pasarían a no tener representación siquiera, mientras que los dos o tres políticos más desconocidos se disputarían el gobierno.
Si todos los ciudadanos creyesen eso, y siguiendo la teoría del «voto útil», el resultado de las elecciones sería extraordinariamente, dramáticamente distinto al que habría si las encuestas fuesen honestas (aproximadamente honestas; abstraigámonos por un momento de las distorsiones interesadas). En otras palabras: los resultados de unas elecciones, gracias a todos aquellos que creen en el «voto útil», están tremendamente distorsionados en función de las encuestas y previsiones. El votante que conscientemente intente evaluar a los candidatos sin detenerse a pensar en futuribles resultados, pactos, pinzas, horquillas y demás adminículos capilares, es el más fiel al sentido radical de unas elecciones y a la competencia pura entre las ideas de los candidatos.
Ni que decir tiene que todos estamos subconscientemente condicionados por factores externos: la imagen de los partidos, su inversión en publicidad, la exposición que tengamos a ellos, las modas, nuestros propios prejuicios… La clave del escenario descrito arriba es que la distorsión que produce el «voto útil» es deliberada y consciente. Es precisamente la única deficiencia o injusticia que sería trivial eliminar si todos los votantes valorasen su voto en la balanza de las matemáticas y renunciasen al cinismo posibilista.
Cómplices del «n-partidismo»
Si votas a uno de los grandes aun sabiendo que en el fondo no es tu opción preferida, tendrás que ser consecuente con los resultados. Tu voto ha servido para perpetuar un sistema bipartidista (o cuatripartidista, o quintipartidista, lo mismo me da), y para que los pequeños sigan siendo minúsculos.
Tenlo presente la próxima vez que te quejes de la falta de opciones y lamentes que no haya políticos y formaciones valientes, honestas, distintas…
A mí que me registren
Si contribuyes a elegir a uno de los partidos grandes aun sabiendo que en el fondo no es tu opción preferida, y las acciones de ese gobierno terminan siendo positivas, que no se te hinche demasiado el pecho: aunque circunstancialmente has contribuido a formar ese equipo, tu «acierto» no ha sido actuando en conciencia, sino por carambola. Si te parece que ese gobierno acaba funcionando bien, y por las premisas que establecimos al principio, ¡el hipotético gobierno que habría formado el partido que realmente te representa sería aún mejor!
Si por el contrario ese gobierno no te convence… bueno, lo has elegido (también) tú.
Reducción al absurdo
Si te guías por el «voto útil» (es decir, si no votarías a partidos que te parecen mejores simplemente porque no parecen tener posibilidades reales de ser elegidos), entonces tienes que asumir la siguiente situación absurda:
Imagina un partido X (todo parecido con la realidad es pura coincidencia) que es, sencillamente, perfecto para ti: todos sus líderes principales son figuras admiradas por ti, o incluso personas que conoces personalmente; el partido ha tenido breves experiencias de gobierno (digamos, en algunos municipios) y éstas han sido tremendamente productivas; sus propuestas aúnan lo pragmático con lo ambicioso y han visto un camino prometedor que el resto de partidos ignoran, etc. El partido X es casi un recién llegado; no dispone de medios, y su visibilidad es mínima. Se espera que reciba apenas unos millares de votos.
Si intentando hacer «útil» tu voto decides votar al partido C (a pesar de que, como hemos dicho, X te parece mucho mejor), se sigue que el mejor gobierno para el país, que podría estar incúbandose ahora mismo en alguna formación semidesconocida, puede abandonar toda esperanza de realizarse algún día: tú, y todos los que votan como tú, vais a impedir que salgan de ese estado larvario. La gente como tú no vota a los partidos que no reciben votos de un número suficiente de gente (obsérvese la ironía). Así que el partido X no podrá llegar a nada, a menos que consiga un crédito que le condicione con la banca, se rebaje al populismo, renuncie a muchas de sus buenas ideas, venda favores a cambio de presencia en los medios de comunicación, etc.
Vota al que te parezca mejor, tenga el tamaño que tenga.
Imagina el resultado si todos hiciésemos eso. Las mejores ideas saldrían a flote más rápidamente, y la mediocridad sufriría castigos más severos aunque tuviese conexiones con los medios de comunicación y presupuestos mayores.