Mis subrayados en el libro primero de los «Ensayos» de Montaigne

tripu
14 min readDec 7, 2021
Michel de Montaigne

(Ver mis subrayados en el segundo libro y en el tercer libro.)

Todo lo que he resaltado mientras leía el primero de los tres tomos que componen los Ensayos de Michel de Montaigne, probablemente la obra de no-ficción más importante de la literatura universal.

Ideas que me hicieron sentir reivindicado en alguna convicción mía previa, ideas que me hicieron gracia, ideas que me inspiraron, o ideas que me espantaron. También algunas notas al pie de página y aclaraciones de los editores.

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El «hombre de entendimiento» emplea lenguajes distintos cuando se dirige al pueblo y cuando habla sólo para la minoría lúcida y responsable.

La Boétie: «Algunos, mejor nacidos que el resto, que sienten el peso del yugo y que no pueden evitar sacudírselo, que nunca se familiarizan con la sumisión aquellos a los que, dotados de juicio claro y de inteligencia lúcida, no les basta, como al burdo populacho, con mirar lo que tienen a los pies… quienes, provistos de suyo de una cabeza bien hecha, la han pulido además con el estudio y el saber. Éstos, aunque la libertad se pierda enteramente y quede por completo fuera del mundo, la imaginan y la sienten en su espíritu y continúan saboreándola» (La servidumbre voluntaria).

La Boétie proclama la inutilidad de difundir la verdad entre el pueblo: «Pero, sin duda, los médicos aconsejan con razón no poner las manos en las heridas incurables, y no actúo sensatamente queriendo predicar al pueblo sobre esto. El pueblo ha perdido hace mucho todo conocimiento. El hecho de que ya no sienta su dolencia muestra de sobra que su enfermedad es mortal».

Dice Plutarco, a propósito de quienes se encariñan con monitos y perrillos, que de este modo la parte amorosa que hay en nosotros, a falta de asidero legítimo, se forja uno falso y frívolo antes que permanecer inútil.

¿Qué causas no inventamos para las desgracias que nos afectan? ¿A qué no echamos la culpa, con razón o sin ella, para tener algo contra lo cual luchar?

Nuestra obligación no puede ir más allá de nuestras fuerzas y nuestros medios.

La intención juzga nuestras acciones.

A nadie le cuadra menos ponerse a hablar sobre la memoria. En efecto, casi no reconozco traza alguna de ella en mí, y no creo que haya otra en el mundo tan extraordinaria en flaqueza. Mis restantes características son viles y comunes, pero en ésta creo ser singular y rarísimo, y digno de adquirir nombre y reputación.

Lo compruebo con el ejemplo de algunos amigos íntimos. En la medida que la memoria les brinda el asunto entero y presente, remontan tan atrás la narración, y la cargan con tantas vanas circunstancias, que, si el relato es bueno, ahogan su bondad; si no lo es, no puedes sino maldecir o su venturosa memoria o su desventurado juicio. Y es difícil detener e interrumpir un discurso una vez que se ha echado a andar. Y en nada se reconoce mejor la fuerza de un caballo que en la manera que se detiene de golpe y en seco. Aun entre aquellos que no son importunos veo a algunos que pretenden dejar la carrera y no pueden. Al tiempo que buscan el instante de detener la marcha, siguen soltando pamplinas y arrastrándose como si desfallecieran de debilidad. Sobre todo, son peligrosos los ancianos, que conservan el recuerdo de las cosas pasadas pero han perdido el de sus repeticiones. He visto cómo relatos muy agradables en boca de cierto señor se volvían muy aburridos, pues todos los presentes se los habían tragado cien veces.

Mentir es un vicio maldito. Sólo por la palabra somos hombres y nos mantenemos unidos entre nosotros. Si conociésemos su horror y gravedad, lo perseguiríamos con el fuego, más justamente que otros crímenes.

Según los pitagóricos, el bien es determinado y finito, el mal infinito e indeterminado. Mil rutas se desvían del blanco, una sola conduce hasta él.

Alguno se ofende; ¿qué le vamos a hacer? Vale más que le ofenda una vez a él que todos los días a mí mismo; esto sería una sujeción continua.

Es razonable establecer una gran diferencia entre las faltas que proceden de nuestra debilidad y las que proceden de nuestra malicia. Porque, en estas últimas, nos alzamos deliberadamente contra las reglas de la razón, que la naturaleza ha impreso en nosotros, mientras que en las primeras parece que podríamos invocar como aval a esta misma naturaleza, por habernos dejado en semejante imperfección y flaqueza.

Dice Cicerón que filosofar no es otra cosa que prepararse para la muerte.

Toda la sabiduría y la razón del mundo se resuelve, a fin de cuentas, en enseñarnos a no tener miedo de morir.

O la razón se burla, o su único objetivo debe ser nuestra satisfacción, y todo su esfuerzo debe tender, en suma, a hacernos vivir bien y felizmente, como dicen las Sagradas Escrituras. Todas las opiniones del mundo coinciden en que el placer es nuestro objetivo, aun cuando adopten medios distintos; de lo contrario, las desecharíamos desde el principio. En efecto, ¿quién iba a escuchar a alguien que se fijara como fin nuestro sufrimiento y malestar?

Digan lo que digan, incluso en la virtud el objetivo último al que nos dirigimos es el placer.

Dondequiera termine tu vida, está completa. El provecho de la vida no reside en la duración, reside en el uso.

Se señala con razón la indócil libertad de este miembro, que se injiere de modo tan importuno cuando no nos hace falta, y nos falla de modo tan importuno cuando más lo necesitamos, que disputa tan imperiosamente la autoridad con nuestra voluntad, y rehúsa con tanta fiereza y obstinación nuestras solicitaciones mentales y manuales. [🍆]

Y ojalá no supiera sino por las historias cuántas veces nuestro vientre, por rehusarle un solo pedo, nos lleva hasta las puertas de una muerte muy angustiosa; y ojalá ese emperador que nos otorgó libertad para peer por todas partes, nos hubiese dado el poder de hacerlo.

«Lucrum sine damno alterius fieri non potest» [No puede haber provecho para nadie sin daño ajeno].

Si alguien quiere librarse de este violento prejuicio de la costumbre, hallará que muchas cosas admitidas con una resolución indudable no tienen otro apoyo que la barba cana y las arrugas del uso que las acompaña. Pero, una vez arrancada esta máscara, si las cosas se reducen a la verdad y a la razón, sentirá que su juicio sufre una suerte de completo trastorno, y es devuelto, sin embargo, a un estado mucho más seguro.

El sabio debe por dentro separar su alma de la multitud, y mantenerla libre y capaz de juzgar libremente las cosas; pero, en cuanto al exterior, debe seguir por entero las maneras y formas admitidas.

«Espíritus fuertes» (esto es, libertinos o librepensadores) del siglo XVII, que se guiarán por máximas como Intus ut libet, foris ut moris est [por dentro como se quiera, por fuera según sea la costumbre] o Loquendum ut multis, sed credendum ut paucis [hay que hablar como la mayoría, pero creer como la minoría]. [Nota al pie de los editores]

Quienes agitan el Estado son con frecuencia los primeros absorbidos en su ruina. El beneficio del tumulto apenas recae en quien lo ha instigado.

Cuando se hace frente al crecimiento de una innovación que se introduce con violencia, contenerse y ser recto en todo y por todo contra quienes campan por sus respetos, para los cuales es lícita cualquier cosa que pueda promover su designio, que carecen de otra ley y orden que buscar su ventaja, es una peligrosa obligación y desigualdad: Aditum nocendi perfido praestat fides, [la lealtad brinda al pérfido la ocasión de hacer daño].

Quienes predican a los príncipes una atentísima desconfianza, con el pretexto de predicarles su seguridad, les predican ruina y vergüenza. Nada noble se hace sin riesgo.

La prudencia, tan delicada y circunspecta, es enemiga mortal de las acciones elevadas.

Dado que las precauciones que podemos tomar están llenas de inquietud y de incertidumbre, más vale prepararse con una plena serenidad para todo lo que pueda ocurrir, y obtener algún consuelo de que no estamos seguros de que ocurra.

En cualquier caso, y sin que importe cómo son estas sandeces, quiero decir que no he pensado en esconderlas, como tampoco escondería un retrato que me mostrara calvo y canoso, en el cual el pintor hubiera fijado no un semblante perfecto sino el mío. Porque también éstas son mis inclinaciones y mis opiniones. Las ofrezco como lo que yo creo, no como aquello que debe creerse. Lo único que me propongo aquí es mostrarme a mí mismo, que seré tal vez distinto mañana si un nuevo aprendizaje me modifica. No poseo la autoridad de ser creído, ni lo deseo, pues siento que estoy demasiado mal instruido para instruir a los demás.

La dificultad mayor y más importante de la ciencia humana parece estar allí donde se trata de la crianza y formación de los hijos.

Che non men che saper dubbiar m’aggrada. [dudar me gusta tanto como saber].

Es el entendimiento, decía Epicarmo, el que ve y el que oye; es el entendimiento el que todo lo aprovecha, el que todo lo dispone, el que actúa, el que domina y el que reina; las demás cosas son todas ciegas, sordas y carentes de alma.

Las relaciones humanas le convienen extraordinariamente, y la visita de países extranjeros, no sólo para aprender, a la manera de los nobles franceses, cuántos pasos tiene la Santa Rotonda, o la riqueza de las enaguas de la Signora Livia, o, como otros, hasta qué punto el semblante de Nerón en alguna vieja ruina de allí es más largo o más ancho que el de cierta medalla similar, sino para aprender sobre todo las tendencias y costumbres de esas naciones, y para rozar y limar nuestro cerebro con el de otros. Yo quisiera que empezaran a pasearlo desde la primera infancia y, en primer lugar, para matar dos pájaros de un tiro, por aquellas naciones vecinas cuyo idioma dista más del nuestro, y al cual, si no la formas desde muy temprano, la lengua no puede adaptarse. [Consejos para criar a los hijos]

Acostumbrarse a soportar el esfuerzo es acostumbrarse a soportar el dolor.

Hay que enseñarle sobre todo a rendirse y a ceder las armas a la verdad en cuanto la perciba: lo mismo si surge de la mano de su adversario que si surge en él mismo merced a un cambio de opinión.

Que le hagan entender que confesar el error que descubra en su propio discurso, aunque sólo él lo perciba, es un acto de juicio y sinceridad, que son las principales cualidades que persigue. Que la obstinación y la disputa son rasgos vulgares, más visibles en las almas más bajas; que cambiar de opinión y corregirse, abandonar un mal partido en un momento de ardor, son cualidades raras, fuertes y filosóficas.

Es preciso infundir en su fantasía una honesta curiosidad para indagarlo todo.

La señal más clara de la sabiduría es el gozo constante.

El precepto de Platón de que hay que situar a los hijos según las capacidades de su alma, no según las capacidades de su padre.

Es esto lo que decía Epicuro al inicio de su carta a Meneceo: que ni el más joven rehúse filosofar, ni el más viejo se canse de hacerlo. Quien actúa de otro modo, parece decir o que aún no ha llegado el momento de vivir feliz, o que ya no es el momento.

Por todo ello, no quiero que encarcelen a este muchacho. No quiero que lo abandonen a la cólera y al humor melancólico de un furioso maestro de escuela. No quiero corromper su espíritu sometiéndolo a la tortura o al trabajo como se hace con los demás, catorce o quince horas al día, igual que un mozo de cuerda. Tampoco me parecería bien que si por cierto temperamento solitario y melancólico le viéramos entregado con una aplicación demasiado insensata al estudio de los libros, se la alimentáramos. Eso los vuelve ineptos para las relaciones sociales, y los aparta de mejores ocupaciones.

Nuestra lección, si se hace como al azar, sin obligación de tiempo ni de lugar, y si se mezcla con todas nuestras acciones, penetrará sin hacerse notar. Aun los juegos y los ejercicios constituirán una buena parte del estudio.

La formación debe conducirse con una dulzura severa, no como suele hacerse. En lugar de incitar a los niños a las letras, lo cierto es que no se les ofrece otra cosa que horror y crueldad. Eliminadme la violencia y la fuerza; a mi juicio, nada bastardea y aturde tanto una naturaleza bien nacida. Si deseas que tema la vergüenza y el castigo, no le acostumbres a ellos. Acostúmbrale al sudor y al frío, al viento, al sol y a los riesgos que debe desdeñar; prívale de cualquier blandura y delicadeza al vestir y al dormir, al comer y al beber; acostúmbralo a todo. Que no sea un niño bonito y un caballerete, sino un muchacho vivo y vigoroso.

Es una verdadera cárcel de jóvenes cautivos. Los vuelven desenfrenados castigándolos antes de que lo sean. Si llegas a un colegio en el momento de la tarea, no oyes más que gritos de niños torturados y de maestros ebrios de cólera. ¡Qué manera de despertarles el gusto por su lección, a esas almas tiernas y temerosas, guiarlas con una faz terrorífica, con las manos armadas de látigos! Es una costumbre inicua y perniciosa.

Qui, ut rationem nullam afferrent, ipsa auctoritate me frangerent [son tales que, aunque no brindaran razón alguna, me doblegarían con su sola autoridad]. [Cicerón, en referencia a Platón]

Es peligrosa y grave osadía, aparte de la absurda ligereza que supone, despreciar aquello que no entendemos.

Algunos filósofos han desdeñado este lazo natural. Prueba de ello, Aristipo. Le insistieron en cierta ocasión sobre el afecto que debía a sus hijos por haber surgido de él, se puso a escupir y dijo que también eso había salido de él, y que engendrábamos igualmente piojos y gusanos.

No me dedico a decirle a la gente lo que tiene que hacer — ya hay bastantes que se dedican a ello — , sino lo que hago yo: Mihi sic usus est, tibi ut opus est facto face [esta es mí costumbre, tú haz lo que te convenga].

Calicles, en Platón, afirma que la filosofía llevada al extremo es perniciosa, y aconseja no sumergirse en ella más allá de los límites del provecho; que, tomada con moderación, es grata y conveniente, pero que, al cabo, vuelve al hombre salvaje y vicioso, despreciador de las religiones y las leyes comunes, enemigo del trato social, hostil a los placeres humanos, incapaz de toda administración política y de ayudar a otros o de ayudarse a sí mismo, proclive a ser abofeteado impunemente.

El emperador Elio Vero respondió a su esposa, quejosa de que se entregara al amor de otras mujeres, que lo hacía por motivo de conciencia, pues el matrimonio era un título de honor y dignidad, no de concupiscencia retozona y lasciva.

Hemos de evitar atenernos a las opiniones vulgares, y hemos de juzgarlas por la vía de la razón, no por la voz común.

Cada cual llama «barbarie» a aquello a lo que no está acostumbrado. Lo cierto es que no tenemos otro punto de mira para la verdad y para la razón que el ejemplo y la idea de las opiniones y los usos del país donde nos encontramos. Ahí está siempre la perfecta religión, el perfecto gobierno, el perfecto y cumplido uso de todas las cosas.

El honor de la virtud radica en combatir, no en vencer.

Sucede, así, que nada se cree tan firmemente como aquello que menos se sabe, y que no hay gente tan convencida como quienes nos cuentan fábulas, al modo de alquimistas, adivinos, judiciarios, quiromantes, médicos, id genus omne [todo ese género].

Había reparado en que la mayoría de las opiniones antiguas convienen en esto: cuando vivir tiene más de mal que de bien, es hora de morir, y conservar la vida para nuestro sufrimiento y malestar se opone a las leyes mismas de la naturaleza.

No caigo en el error común de juzgar al otro según lo que yo soy. Me resulta fácil creer de él cosas diferentes a mí. No porque yo me sienta apegado a una forma, obligo al mundo a someterse a ella, como hacen todos; y creo y concibo mil maneras de vida contrarias.

La ambición, la avaricia, la irresolución, el miedo y las pasiones no nos abandonan porque cambiemos de región.

No basta con apartarse del pueblo; no basta con cambiar de sitio; debemos apartarnos de las disposiciones populares que están en nuestro interior; hay que separarse y retirarse de sí.

Es bueno elegir tesoros que puedan salvarse del daño, y esconderlos en un lugar al que nadie vaya, y que no pueda ser traicionado sino por nosotros mismos. Es preciso tener mujeres, hijos, bienes, y sobre todo salud, si se puede, pero sin atarse hasta el extremo que nuestra felicidad dependa de todo ello.

«A los hombres», dice una antigua sentencia griega, «les atormentan sus opiniones sobre las cosas, no las cosas mismas».

Ciñámonos al dolor. Les concedo que sea el peor accidente de nuestro ser, y lo hago de buena gana.

Platón ordena así los bienes corporales o humanos: salud, belleza, fuerza, riqueza.

Feliz quien haya reducido a tan justa medida sus necesidades que sus riquezas puedan bastar sin cuidado ni molestia, y sin que su reparto o acumulación interrumpan otras ocupaciones seguidas por él, más convenientes, más tranquilas y afines a su ánimo.

Incluso para saborear los bienes de la fortuna tales como son, se requiere tener una sensibilidad apropiada. Es el gozar, no el poseer, lo que nos hace felices.

Ciertamente, no es poco tener que gobernar a otros habida cuenta de que para gobernarnos a nosotros mismos se presentan tantas dificultades.

Cuando el rey Pirro intentaba pasar a Italia, Cineas, su sabio consejero, queriéndole hacer notar la vanidad de su ambición, le preguntó: «¡Y bien!, Majestad, ¿con qué fin preparáis esta gran empresa?». «El de adueñarme de Italia», respondió de inmediato. «¿Y después, cuando lo hayáis logrado?», prosiguió Cineas. «Pasaré a la Galia y a España», dijo el otro. «¿Y después?». «Iré a subyugar África; y, al final, cuando tenga el mundo en mi poder, descansaré y viviré satisfecho y feliz». «Por Dios, Majestad», atacó entonces de nuevo Cineas, «decidme, ¿qué os impide estar desde ahora mismo, si lo queréis, en esa situación?, ¿porqué no os dedicáis desde este momento a aquello a lo que decís aspirar, y os ahorráis todo el esfuerzo y riesgo que ponéis en medio?».

Platón, en las Leyes, no cree que en el mundo haya peste más dañina para su ciudad que dejar que la juventud se tome la libertad de cambiar, en atuendos, gestos, danzas, ejercicios y canciones, de una forma a otra, mudando su juicio a veces a esta posición, a veces a aquélla, corriendo en pos de las novedades, honrando a sus inventores. De este modo, las costumbres se corrompen y las antiguas instituciones caen en el desdén y menosprecio.

La excelencia singular y más allá de lo común en una cosa frívola no conviene a un hombre de honor.

No creo que en nosotros haya tanta desdicha como vanidad, ni tanta malicia como sandez; no estamos tan llenos de mal como de inanidad; no somos tan miserables como viles.

Sentimos que nada de lo que cae en nuestro conocimiento y posesión nos satisface, y andamos embobados tras las cosas futuras y desconocidas, pues las presentes no nos sacian — a mi juicio no porque no tengan bastante con que saciarnos, sino porque la manera en que nos apropiamos de ellas es enfermiza y desordenada — .

Constituye una prueba extraordinaria de la flaqueza de nuestro juicio el hecho de que alabe las cosas por la rareza o novedad, o incluso por la dificultad, cuando no se les suman la bondad y la utilidad.

Yo propongo fantasías informes e indecisas, como hacen quienes publican cuestiones dudosas para debatirlas en las escuelas: no con objeto de establecer la verdad sino para buscarla. Y las someto al juicio de aquellos a quienes atañe regir no sólo mis acciones y mis escritos sino también mis pensamientos. Tan aceptable y útil me resultará la condena como la aprobación.

Una hora para los vicios; otra hora para Dios — como en compensación y por compromiso — . Es milagroso ver cómo acciones tan distintas se suceden con un tenor tan semejante que ni siquiera en sus confines y en el paso de una a otra se percibe interrupción ni alteración alguna.

Es posible que a quienes empleen bien el tiempo la ciencia y la experiencia se les incrementen con la vida; pero la vivacidad, la rapidez, la firmeza y otras características mucho más nuestras, más importantes y esenciales, se marchitan y languidecen.

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