Playas casi desiertas de roca volcánica, balsas de arena blanca y agua turquesa. Un verano moderado, pero pegajoso y eterno. Paseos solitarios en bicicleta por estrechas carreteras asfaltadas que serpentean entre arbustos semitropicales. Pasar la mañana en una cala expuesta a la brisa, y más tarde echar la siesta a la sombra de cañas de azúcar, en la cala al otro lado de la colina. Platos de pescado servidos con respetuosa humildad en los pocos restaurantes que uno encuentra por el camino.
No es Hawaii ni Costa Rica. Tampoco es Cabo Verde. Ni siquiera es el ecuador a su paso por el sudeste de Asia. Es Japón; ese país que habitualmente asociamos a geishas, androides ultrarrealistas, cerezos en flor, pantallas luminosas ocupando fachadas enteras y oficinistas trajeados que desfilan en formación por calles atestadas.
Okinawa (沖縄) es — perdónenme la licencia — el Hawaii de Japón: un rosario de islitas colgadas al sur-sudoeste de Honshū (el grueso del archipiélago japonés), a medio camino de Taiwán. Son éstas islas de labradores y pescadores, otrora hijos orgullosos del reino de Ryūkyū, aunque sus antepasados también fueran súbditos resignados de los pueblos que se disputaron, sucesivamente, el Mar de la China Oriental: China, Japón, Formosa, Filipinas.
Amami Ōshima (奄美大島; literalmente, «la isla grande de Amami»), esta isla en la que pasamos unos días de agosto, no es técnicamente parte de Okinawa. Pero sin duda lo es culturalmente: en su gastronomía, en su paisaje, en sus playas, en su ritmo de vida. Administrativamente es parte de la prefectura de Kagoshima, en la esquina más meridional del archipiélago principal japonés; aunque una estancia, siquiera breve, nos permite comprobar que se siente parte de Okinawa.
A pesar de su cercanía con el mainland de Japón (los vuelos desde Tokio o desde Osaka son cortos y asequibles), nos sorprendió encontrarnos con una isla tranquila, con escaso turismo, muy poco poblada. En determinadas épocas del año, los japoneses emigran en masa a las islas más al sur, donde abundan los complejos hoteleros y las opciones de ocio, y donde pueden sentirse más «como en casa»: con las mismas facilidades y comodidades a las que están acostumbrados en sus ciudades de origen. Otros japoneses (los más pudientes, así como los recién casados), hacen honor a la tradición y en lugar de eso pasan unos días en Hawaii, EEUU (un archipiélago hermano para ellos, a pesar de tristes episodios históricos; y con el cual mantienen lazos familiares desde hace siglos).
La única pista de aterrizaje del único aeropuerto que hay en Amami Ōshima, en el extremo norte, es una pequeña plataforma artificial ganada al mar sobre pilares de cemento que se divisan desde las playas colindantes (no apto para aprensivos de la aviación). Tras tocar tierra, las primeras zancadas por el aeropuerto y un vistazo afuera a través de los ventanales de la terminal con dimensiones de salón-comedor nos bastan para calibrar lo que será la tónica de nuestra estancia en la isla: tamaños modestos, servicios justos, poca gente alrededor y un ritmo agradable y tranquilo.
Son pocos los hoteles que se encuentran salpicados por los pueblos de la isla o en las carreteras que los unen. Nosotros nos alojamos en uno razonablemente cómodo, con poca clientela y a escasos 20 m de una playa larguísima en la que nunca contamos más de diez bañistas en total. Aunque el Hotel Caretta [Booking.com] claramente ha conocido tiempos mejores (la piscina y los espacios comunes estaban faltos de renovación y pintura), nos atendieron con amabilidad y — cosa útil — nos prestaron gratis un par de bicicletas durante los días que estuvimos allí.
La isla es tan manejable y el tráfico tan poco, que pedalear de un lado a otro es una forma ideal de recorrerla. Llegar desde el extremo norte al sur, o viceversa, es quizás una empresa solo apropiada para gente en forma y bicis buenas. Pero una bicicleta de paseo alquilada, sin marchas, es más que suficiente para alejarse unos pocos kilómetros cada día y aventurarse en playas variadas.
Como la isla es estrecha y la tierra se extiende en pequeños cabos a lo largo de toda la costa, a menudo basta con recorrer un par de kilómetros para pasar de una playa orientada al oeste a su complementaria que mira a levante, con el consiguiente cambio de luz y paisaje. Con suerte, encontraremos también algún bar regentado por una señora mayor, o un restaurante pequeño con pescados del día.
El buceo con botellas, o simplemente con tubo, es una actividad perfecta en Amami: se pueden reservar cursos de iniciación en alguno de los clubs locales. Nosotros llevábamos nuestras propias gafas y tubos, y disfrutamos mucho explorando entre las rocas en varias calas distintas.
No vamos a extendernos aquí discutiendo el carácter japonés, y los matices de las costumbres sociales. Baste decir que, para alguien que llega a Japón por primera vez, la sobriedad y el respeto que son típicos de los japoneses juegan a favor en un lugar como Amami. A pesar de no hablar un buen inglés en general, los empleados y lugareños que nos encontramos cometen el error de ser diligentes en exceso. Esa humildad puede ser exasperante a veces, pero en general se amolda bien al ritmo de vida de Amami.
Curiosamente, ese mismo carácter japonés (gregario, pero a la vez respetuoso), hace que en las playas más populares, los pocos turistas que hay se instalen con docilidad alrededor de la entrada principal, o alrededor de la silla del socorrista (si lo hubiese). En esos casos, nosotros nos decidimos por vencer la timidez, y por arriesgarnos a una reprimenda, y plantamos nuestro campamento en uno de los dos extremos de la playa, donde no había un alma.
No sé si por eso el resto de usuarios nos considerarían antisociales, o temerarios, pero disfrutamos aún más de la playa. De paso, al alejarse uno un poco se evitan las miradas ojipláticas de algunos niños que claramente no han visto nunca a una mujer occidental en bikini de triángulos (las japonesas son muy recatadas, y le temen mucho al sol; tanto ellas como ellos exponen la superficie de piel estrictamente necesaria en una playa, o menos aún).
Por cierto, ni se les ocurra hacer top-less. En Japón es casi inaudito. Si lo intentan, no me extrañaría que al rato apareciera un guardia, tremendamente avergonzado, para señalarles su faux pas con extrema cortesía.
¿Qué es lo más peligroso que podemos encontrar en Amami Ōshima, una isla apacible perteneciente a uno de los países más seguros del mundo? Aprendimos, a la fuerza, que las únicas precauciones que conviene tomar son contra la serpiente habu (trimeresurus flavoviridis) [Wikipedia en inglés]: una especie venenosa que abunda en la isla.
Habíamos leído sobre las serpientes de Okinawa. Pero en la práctica nos olvidamos del asunto, confiando en que sus mordeduras serían algo excepcional. Salimos de nuestro error una noche, yendo a cenar.
La noche era agradable y, habiendo probado ya la limitada carta del restaurante en el Hotel Caretta, decidimos caminar hasta un restaurante llamado Forest [web en japonés], que habíamos visto estaba a solo un kilómetro y medio bordeando la costa. En el último tramo antes de llegar al restaurante, la carretera desierta y oscura abandonaba la playa y se adentraba en el bosquecillo, enfilando una pendiente pronunciada. Mientras caminábamos, las cañas y las ramas que se derramaban sobre el escaso arcén nos rozaban las piernas desnudas. En el silencio de la noche oíamos a veces crujidos o roces entre los arbustos tupidos a ambos lados. Pensamos que serían ratoncillos, arañas grandes, o ranas (ya conocíamos la fauna autóctona, o eso creíamos).
Tras una curva, los faros de una camioneta que circulaba en sentido contrario nos alcanzaron. El conductor, al vernos, se detuvo a nuestro lado, y desde la ventanilla bajada, nos dijo algo que al principio no entendimos. Entre sus gestos de alarma, su dedo índice señalando a la maleza, y el poco japonés que logré entender («hebi… abunai! hebi!»), de pronto recordamos y caímos en la cuenta: la serpiente habu es nocturna, y un camino oscuro y solitario como ese, con vegetación húmeda cubriendo el asfalto de la carretera a escasos centímetros de nuestras apetecibles pantorrillas, era una situación de peligro.
Repentinamente conscientes del riesgo, abrazados el uno al otro (o más bien empujándonos mutuamente, como quien atraviesa una casa del terror intentando alejarse de las paredes), encendimos las linternas de nuestros móviles y completamos nerviosos lo que quedaba de camino, pisando estrictamente por el centro de la carretera; como si nosotros fuésemos funambulistas, y las marcas viales, una cuerda tensada.
Llegamos al restaurante bastante intranquilos, maldiciendo nuestra ingenuidad. Pero tuvimos una cena larga y agradable, con vistas al mar, aderezada con risas nerviosas. Al acabar, no necesitamos humillarnos cuales turistas ignorantes ante el personal del restaurante, ya que ellos mismos — sabedores del peligro que se esconde en la vegetación nocturna — se ofrecieron directamente a llevarnos en coche de vuelta a nuestro hotel.
Al parecer, también se hace licor con esta serpiente… aunque no tuvimos el placer de probarlo.
Aparte del hotel y restaurante mencionados arriba, les recomendamos las siguientes actividades (todas por la zona norte de la isla):
- Amami Kyora-umi Atelier (食べログ en inglés; en Google Maps): tienda de regalos y delicatessen locales, y cafetería. La terraza de la cafetería es una plataforma que cuelga justo sobre una playa tranquila, con unas vistas magníficas, y es ideal para tomar algo y relajarse un buen rato. En la tienda se pueden comprar recuerdos y regalos con encanto; especialmente productos derivados de la caña de azúcar, miel y chocolates varios.
- Bashayama-mura (Booking.com; en Google Maps): hotel y restaurante con personalidad. Está a apenas unos metros de Kyora-umi, en la misma playa. El restaurante es una construcción elevada de madera, con unos balcones frente a la playa. También hay una especie de belvederes tropicales en los que se puede sentar una pareja o un grupo pequeño, y que son ideales para comer o para beber algo; en plena playa y abiertos a la brisa, pero bajo techo. Nosotros no nos alojamos en el hotel, pero a juzgar por las fotos en Booking.com, y conociendo el restaurante y la terraza, debe ser un lugar agradable donde dormir. Parte del mismo complejo es una tienda grande y bien surtida de recuerdos y productos típicos.
- Amami Park (web en japonés; en Google Maps): museo local de etnografía, historia y naturaleza de la isla. Cerca del aeropuerto. En un espacio no demasiado grande, se nos enseña un poco acerca de Amami y las islas colindantes: sus habitantes, sus modos de vida tradicionales, sus especies autóctonas. El museo está rodeado por un parque por el que dar un agradable paseo, y cuenta con un restaurante modesto.
En definitiva, Amami Ōshima se nos reveló como un Japón distinto, agradable de una forma diferente a las grandes ciudades y a los montes nevados. Conociendo bien ya otras «caras» del país, esta isla es una alternativa económica y relajante: combina la tranquilidad de hallarse en ese Japón servicial y tremendamente seguro, con el paisaje tropical y el discurrir quasi soporífero de la buena vida.
Eso sí: no ignoren los consejos sobre serpientes.